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Vendiendo arroz en las calles de Saigón

Llevo mucho tiempo para escribir esta historia, demasiado quizás. Más de un año ha pasado desde que dejé Vietnam y, a pesar de viajar a otros países, no he conseguido olvidarme de ella. Ciertos detalles podrían haber caído en el olvido, pensaba al mismo tiempo que me esforzaba por recapitular cada uno de ellos. Pero no hizo falta. Su imagen es imborrable. Siempre la recordaré como la vendedora de arroz de Saigón.

Comida callejera vietnam
Una de los muchos puestos de comida que encontramos en las calles de Vietnam

La conocí una de las muchas noches que salía por el Distrito 3 en busca de un plato de comida callejera. Cualquier hora es buena para encontrar algo abierto en las calles de Vietnam, nunca volverás hambriento a casa; costumbres del país. Nuestro encuentro no fue fortuito aunque tampoco planeado. Mi compi de piso francés me llevó por primera vez a su carrito-cocina anclado en la esquina de nuestra calle. “Este arroz te llena para toda la noche y encima es baratísimo”, me dijo Antoine confiado.

Puse en duda las palabras de mi amigo, he de reconocerlo. Me costaba creer que aquel arroz iba a mejorar mis experiencias culinarias en Vietnam. Sorprendentemente la receta arrocera con pollo y paté –sí, el de untar, como lo oyen-  que preparaba aquella mujer se ‘dejaba comer’. Incluso resultaba agradable al paladar, por lo menos el mío que no es para nada exquisito…de lo contrario, ¿qué iba a hacer yo comiendo en una cocina con ruedines de una recóndita calle de Saigón?

Comida callejera vietnam
El arroz en cuestión: se sirve acompañado de pollo, paté, virutas de gamba, y un huevo de codorniz en lo alto (este no lo tiene)

Además de la grata sorpresa que me llevé al probar el arroz, me fijé en la mujer que regentaba el puestecito. Desde el primer día, me fascinó la tranquilidad con la que despachaba a sus clientes teniendo en cuenta las 10.000 motocicletas por segundo que zumbaban por los aledaños. Su marido la acompañaba muchas noches para darle conversación en sus ratos libres. Él solía mantenerse contemplativo, mientras a ella se la veía decidida en cada movimiento. A los fogones, atendiendo a la clientela, limpiando los bártulos de cocina. Ella estaba al mando y no por complacencia de su cónyuge. Una situación un tanto atípica en Vietnam, país de corte sexista.

Una profesional como la copa de un pino, siempre esbozando una sonrisa a cambio de 50 céntimos de euro que se embolsaba en cada venta. Sus asiduos compradores le regalaban otra de vuelta, mayor inclusive. A pesar de mi limitado manejo del vietnamita, era suficiente para entender los halagos y  alabanzas que recibía. Una entrañable vendedora callejera a la que todos los vecinos aprecian, pensé.

Mis visitas empezaron a ser más frecuentes. Si bien nuestra comunicación verbal brillaba por su ausencia, conseguíamos entendernos con miradas y gestos. Me gustaba distinguir su sonrisa a lo lejos, esa que lanzaba cada vez que veía como me acercaba a por la cena. “Aquí viene mi extranjerito preferido”, debía pensar. Había días que pasaba por su acera y continuaba mi marcha camino de otro puesto callejero o restaurante cercano –el exceso de arroz puede dejarte sin ir al váter una temporada-. Temía que se lo tomase como una traición. Pero ella no era de armas tomar y así me lo hacía saber a la vuelta con un pícaro guiño y una tímida sonrisa. “Te perdono, aunque no quiero que te acostumbres”, podía leer en su cara. También me observaba aparcar la moto cuando iba al supermercado situado a escasos metros de sus fogones. Las noches que los compis de piso parábamos a pillar unas cervezas antes de volver a casa, nos veía salir con las bolsas y soltaba una pícara mueca por partida doble.

Comida callejera vietnam
En cada esquina encontramos una amplía oferta de los manjares autóctonos

Le gustaba cuando llevaba a mis amigos a cenar a su restaurante sobre ruedas.  Por allí pasaron todas mis visitas, tanto extranjeras como autóctonas. Estas últimas no daban crédito a los gestos de complicidad que compartía con ella. Tampoco entendían que disfrutase tanto de su arroz, un plato del montón para los vietnamitas. Para mí la comida había pasado a un segundo plano, la vendedora era lo que me gustaba de aquel lugar.

Lo cierto es que nunca llegamos a conocernos demasiado, debido a la barrera lingüística que nos separaba. Aunque dejaba de ser obstáculo cuando utilizábamos el lenguaje universal de la mirada. Ella inquirió sobre mi procedencia y sobre mi estado marital, pregunta muy común si eres un occidental viviendo en Vietnam. No era la primera vez que me lo preguntaban, ni tampoco sería la última. Sus costumbres les animan a casarse pronto y les cuesta creer que sigas soltero con veintipocos años.

Más allá de estas preguntas y alguna que otra formalidad, éramos auténticos desconocidos que se veían a menudo. Ni siquiera tengo una foto con ella de esas que se guardan para la posteridad. Pensándolo bien lo prefiero así porque de esta manera puedo recordarla tal y como la imagino. Sin duda su figura marcó mis días en aquella céntrica calle de Saigón. Me alimentó como lo hace una madre, con la mejor de las sonrisas y con una cucharada extra de todo lo indecible que llevaba ese arroz.

Alguna que otra vez pienso en ella, de la manera que solemos hacer con esas personas que pasan inadvertidas por nuestra vida pero dejan una huella difícil de borrar…sin ninguna razón aparente. Y por qué no decirlo, me gusta creer que ella también se acuerda de mí y espera volver a ver a su extranjero más asiduo bajar la calle en busca de su sonrisa.

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2 Responses
    1. Emilio

      Me alegro que te gustase Silvia! Vietnam es un país fascinante y con un encanto especial, una visita absolutamente recomendada si estás por el Sudeste Asiático 😉

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