En pleno corazón del Alentejo se alza Évora, una ciudad que asombra por su riqueza patrimonial y, sobre todo, por la tranquilidad que inunda sus calles. Observo poca algarabía entre sus ciudadanos, nada sorprendente teniendo en cuenta el carácter paciente de nuestros vecinos lusitanos. En pleno mes de diciembre y en vísperas de los festejos navideños, abundan los puestos de castañas para los más compradores. Mires por donde mires, la vida parece sosegada. Si no fuera por los vestigios históricos que se esconden tras cada esquina, pensaría que los de la UNESCO se volvieron locos declarando el centro histórico de Évora Patrimonio de la Humanidad en 1986.
Paseando por sus callejuelas y plazas de extraña morfología descubro la influencia que los diferentes estilos y épocas han dejado en Évora. Una pincelada romana con el Templo de Diana y el Acueducto Agua da Prata. Otra pincelada gótica con la imponente Sé (catedral), la más grande de todo Portugal. Brochazo a brochazo se dibuja una ciudad donde residieron las cortes de monarcas lusos y donde se libraron arduas batallas durante la Guerra de Restauración portuguesa. Lo cierto es que nunca fue capital más allá de su región (Alentejo), pero Évora guarda un encanto especial. Desde luego su catedral parece sacada de un cuento medieval, quizá sea por eso…
La rua 5 de octubre, su calle más comercial, es lo más parecido a un escaparate al aire libre en el que artesanos locales exhiben las virguerías que se pueden llegar a hacer con el corcho –la Región del Alentejo es la primera productora mundial-, ante mi mirada incrédula. También son maestros de la cestería; todo ello a la venta en unas coquetas lonjas que desprenden un look muy portugués.
Bajando por esta calle tan artesana, me planté en la céntrica praça do Giraldo. ¿Qué tipo de nombre es ese para una plaza tan bonita? Por lo visto el libertario Giraldo Sin Pavor fue quien arrebató el dominio de la ciudad a los árabes, lo que le hizo merecedor de este gran reconocimiento. Fachadas acristaladas y pórticos de medio punto se suceden alrededor de la plaza. Sin duda este el centro neurálgico de la ciudad, el clásico lugar donde ‘se queda’, me digo después de ver como dos hombres aguardan pacientemente junto a la fuente de mármol que preside la praça. Inspeccionando el lugar encontré una curiosa exposición de arbolitos navideños hechos de materiales reciclables. Con tanto espíritu navideño y tanto cartel de restaurante alrededor, llegó el momento de probar la cocina local: açorda y porco a la alentejana.
Después de la comida tocaba seguir explorando Évora antes de que cayese el atardecer; sin embargo, la açorda a la alentejana no ayudó a la causa. Bien rica que estaba…pero ¡madre mía, menudo empachamiento! Si el cocido os parece un plato consistente, esperad a probar esta sopita. Con un paso más tranquilo y sosegado –empezaba a mimetizarme en la cultura lusa-, recorría las estrechas callejuelas sin un rumbo fijo cuando, de repente, descubrí el verdadero encanto de sus fachadas. Parecían tener personalidad propia: no había dos puertas iguales. Los farolillos de sus calles se iluminaban con los reflejos del sol. Algunas paredes guardaban mensajes reivindicativos e incluso poéticos. No solo personalidad tienen estas calles, sino que también vida propia.
Évora es una ciudad para ser descorchada por el viajero que se detiene a observar sus patios de semblante andaluz y que disfruta de sus apacibles ciudadanos, quienes parecen añorar tiempos pasados de mayor esplendor. ¡Ay benditas saudades!
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