Las expectativas eran altas para la que llaman la capital del turismo de Marruecos. Después de visitar Tánger el pasado verano, esperaba un lugar más auténtico, que dejase a un lado las influencias mediterráneas que llegan del otro lado del estrecho. Y Marrakech no defraudó.
Nada más llegar al riad donde nos alojamos, el patrón -como llaman allí a los jefes- nos advirtió que estábamos en la ‘ciudad que nunca duerme‘. Así entendí lo que horas antes había pasado en el aeropuerto: la primera de las muchas negociaciones que nos esperaban a lo largo del viaje. Los taxistas son un ‘hueso duro’, y si tu avión aterriza por la noche -no hay otro medio de transporte al centro de Marrakech- juegas en desventaja. Qué vitalidad para negociar a estas horas del día, pensé…todo por 10 dírhams. «Solo es un euro para usted, monsieur», te dicen en un tono altivo. Una de las bazas que mejor saben utilizar.
Negociaciones a parte, los siguientes días pusieron de manifiesto las palabras del patrón. Todas las mañanas despertamos con un incómodo zumbido que revoloteaba por las paredes del riad. Sonaba como un antiguo despertador al que solo puedes callar quitándole las pilas. Será porque estamos en la ciudad que nunca duerme y al personal se le pegan las sábanas. Al asomarme a la ventana comprobé que su jornada había empezado mucho antes que la mía. Burros tirando de carromatos, vendedores ambulantes con sus puestos, y señores regocijándose en su té de menta mientras parecían meditar sobre el inevitable paso del tiempo. Esta última situación se repetía en cada esquina. Varones en estado introspectivo, sin la más aparente necesidad que la de hurgar en sus profundos pensamientos. Qué rondará la cabeza de esta gente, pensé, mientras los observaba con detenimiento.
Quizá sea el mes del ramadán, que les sumerge en un estado de letargo continuo del que no desean despertar. Quizá así les sea más fácil evitar las tentaciones de comer y beber durante el día. Nos topamos con un mercader bereber que baja una vez a la semana desde las montañas del Atlas -donde vive- hasta Marrakech para vender hierbas y especias en el barrio judío. Tras recibirnos amablemente y contarnos alguna que otra costumbre del lugar, nos invitó a un té del que no bebió ni gota. Se lo impedía el ramadán, aunque sí que brindó con nosotros.
Lo cierto es que no terminé de entender hasta que punto sus vidas cambian durante el mes sagrado. Obviamente sus tareas diarias se ven relegadas a un segundo plano y realmente hacen vida por la noche. Pero, ¿de verdad viven en esa pasividad constante durante todo el año? Paseando por el zoco encuentras infinidad de tiendas en las que su dueño está plácidamente durmiendo la siesta, hasta que detecta el más mínimo movimiento y es entonces cuando el show empieza. ¿Conoces estas especias? ¿Y aquellas? ¿Has oído hablar del remedio casero que se consigue al juntarlas? Por un momento llegué a creer que estaba en un concurso televisivo y que saldría de la tienda con el elixir de la vida como premio gordo.
La última mañana amanecimos una vez más con el dichoso zumbido de fondo. Comenzamos a caminar calle abajo y a 15 metros escasos del riad, giré la cabeza hacia la acera de enfrente. Allí estaba un viejito -en estado introspectivo como no podía ser de otra manera- vendiendo relojes y despertadores. Fue entonces cuando supe cuál sería la frase que mejor resumiría mi estancia en Marrakech: el continuo despertar de un profundo sueño.
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